Supe que mi bisabuela Rivella vino de Italia pero
yo ando buscando mi nombre diaguita-calchaquí
y no hallo embajada donde acudir.
Sé que ahí están, esos genes, cada vez
que suena el viento como siku entre las cañas
y en la piel trigueña de mi padre Salazar
o en la nariz de mi abuelo González y en esa
sabiduría de yuyos de mi bisabuela Sánchez Paz.
¿Quién habrá sido mi tataratatarabuela y la abuela de su abuela?
Acaso una niña allá, en Ibatín, sometida
por los changos de Diego de Villarröel
o la habrá matado el paludismo, el hambre o
la zafra bajo el sol.
Tal vez fue una alfarera o tejedora o estuvo
en los cerros resistiendo, montonera
y en los valles o el monte parió a una guagüita mestiza
y le cantó, bajo la luna, la canción de sus ancestros,
nombrándola al oído: Killawarmi o Intihuasi,
hasta que algún criollo la anotó: María o Josefa o Silvia.
Ando buscando mi nombre diaguita-calchaquí y por ahora
para no engañar tanto a mi sangre, me bautizo
con un nombre que recuerdo susurrado a mi oído: Ohuanta,
el hogar de mis abuelos, al pie de los cerros verdeazules,
tierra adentro.